domingo, 8 de junio de 2014








ESPÍRITU SANTO, ALIENTO DE VIDA.


POR PADRE MARTÍN DELGADO RODRIGUEZ

En Génesis 2,7 se aprecia cómo desde los inicios de la creación el Espíritu comunica la vida al hombre: “Entonces Yahvé Dios formó al hombre con polvo del suelo e insufló en sus narices aliento de vida”. Es Dios el autor de la vida humana, el principio vital por el que todo ser viviente se relaciona con su mundo circundante, el hombre ha sido creado para la vida,  de ahí se constituye la vida como el derecho fundamental del ser humano, a que se respete y se defienda de las amenazas que a lo largo de la historia se ha visto expuesta (homicidios, secuestros, abortos, drogadicción, alcoholismo, corrupción…entre otros), así lo expresa el Santo Juan Pablo II: “La vida humana es sagrada porque desde su inicio comporta la acción creadora de Dios y permanece siempre en una especial relación con el creador, su único fin. Sólo Dios es Señor de la vida desde su comienzo hasta su término. Nadie, en ninguna circunstancia, puede atribuirse el derecho de matar de modo directo a un ser humano inocente” (Evangelium Vitae 53)
La Sagrada Escritura nos dice que el  hombre ha sido creado a imagen y semejanza de Dios (Cfr Gén 1,26), quiere decir, que posee las facultades de inteligencia, voluntad y libertad a diferencia de los de los demás seres vivos de la creación, dándole la posibilidad de reflexionar, meditar y actuar con coherencia, sólo el hombre entre todas las creaturas visibles, tiene capacidad para conocer y amar a su Creador, la vida que Dios da al hombre es mucho más que un existir en el tiempo, es una proyección hacia una plenitud de vida: “Porque Dios creó al hombre para la incorruptibilidad, le hizo imagen de su misma naturaleza” (Sb 2,23). Pero los hechos cotidianos nos dan muestra de que el hombre en ciertos momentos deja de pensar como ser humano dotado del Aliento de Vida y da lugar al instinto irracional de imperfección que el gran drama del pecado ha perforado el alma haciendo que su mirada y el horizonte de su existencia se obnubilen colocando en riesgo el gran don de la vida que Dios le ha participado.
Por tanto al recibir el hombre el soplo del Espíritu a los inicios de la creación se convirtió  como el ser viviente cualificado para engendrar y dar la vida de Dios, esto solo ocurre en la medida que este mismo sea dócil a las inspiraciones del Espíritu quien es el artífice y a la vez Señor y Dador de vida, como lo enseña el credo niceo-constantinopolitano al hacer una descripción precisa de la naturaleza del Espíritu y su acción prolongadora de la vida divina en el hombre.
Dicha apertura a las mociones del Espíritu lo llevarán a centrar la mirada en la Vida del Hombre Perfecto: Jesucristo, y esclarecer el misterio del ser humano (Cfr Lumen Gentium 22) definiendo así la Encarnación del Verbo Eterno como la fuente de la vida divina en la historia de la humanidad; Aquel que es infinito se hizo finito, Aquel que es ilimitado se hace limitado, en otras palabras: “La eternidad entra en el tiempo” la verdadera vida se dio en el nuevo Adán, si en la antigüedad del barro Dios forma al hombre, ahora en Cristo, se nos da la nueva creación, Él es el nuevo Adán, la vida del hombre cobra sentido en la perspectiva de la Vida única que es Cristo.
La primera creación, desgraciadamente, fue devastada por el pecado. Sin embargo, Dios no la abandonó a la destrucción, sino que preparó su salvación, que debía constituir una 'nueva creación' (Cfr. Is 65, 17; Gal 6, 15; Ap 21, 5). La acción del Espíritu de Dios para esta nueva creación es sugerida por la famosa profecía de Ezequiel sobre la resurrección. En una visión impresionante, el profeta tiene ante los ojos una vasta llanura 'llena de huesos', y recibe la orden de profetizar sobre estos huesos y anunciar: “Huesos secos, escuchad la palabra de Yahveh, Así dice el Señor Yahveh a estos huesos: he aquí que yo voy a hacer entrar el espíritu en vosotros y viviréis...” (Ez 37, 1.5). El profeta cumple la orden divina y ve 'un estremecimiento y los huesos se juntaron unos con otros' (37, 7). Luego aparecen los nervios, la carne crece, la piel se extiende por encima, y finalmente, obedeciendo a la voz del profeta, el espíritu entra en aquellos cuerpos, que vuelven entonces a la vida y se incorporan sobre sus pies (37, 8.10).
Cabe anotar que también es posible que en nuestra vida cristiana corriente nos encontremos en el valle de los “huesos secos”, lo que hace referencia a los momentos de decadencia espiritual que podemos vivir por nuestros descuidos y a su vez por “coquetear” con las tentaciones, pues terminamos siendo atrapados por la cizaña del maligno, perdiendo así las gracias que el Espíritu de Dios ha derramado en nuestras vidas. La lucha por mantenernos fiel en el Señor no es fácil, pero con una apertura decisiva al Espíritu Santo se logra construir una espiritualidad sólida que nos va a mantener firmes en el seguimiento de Jesús, a fin de producir grandes frutos como son el amor, la fidelidad, la paz, la mansedumbre, la humildad, el dominio propio, entre otros; y sobre todo, hacer que crezca la Vida de Dios en nosotros, en virtud de la acción del Espíritu.