miércoles, 27 de mayo de 2015


MARIA LA MUJER ORANTE DEL CENÁCULO

Padre Hector Ayala Leon

Siervo del Espiritu Santo

Quisiera en este momento, al empezar a escribir de nuestra madre María, pedirle a ella me permita entrar en su corazón, donde todo lo guardaba (cf. Lc 2,19) y al estar allí refugiado, atreverme a decir con temor algunas palabras que sean hiladas con las fibras y la ternura de su corazón, palabras que nazcan de la fuerza de un amor que dijo sí, hágase en mí según tu palabra (cf. Lc 1,38).
Es necesario, por tanto, que nos dejemos guiar por María; y esto da seguridad, deja libre el camino, nos capacita para repetir el “”, el “heme aquí ”, también ante las sorpresas imprevisibles de Dios, que Él nos quiera dar en el regalo de su Espíritu Santo. María es verdaderamente una carta escrita  no con tinta sino con el Espíritu de Dios vivo, no en tablas de piedra, como la ley antigua, ni en pergamino o papiro, sino en esa tabla de carne que es su corazón de creyente y de madre. Una carta que todos pueden leer y comprender, tanto los sabios como los ignorantes, el rico como el pobre, como dirá san Epifanio hablando de María: como si fuera “un libro grande y nuevo” en el que sólo el Espíritu ha escrito; o como  “el volumen en donde el Padre escribió su Palabra” (liturgia Bizantina).
Digamos con certeza y sin lugar a confusiones que el itinerario de María sigue el camino de su Hijo: del nacimiento, pasando por la cruz, a la resurrección hasta llegar a Pentecostés. Ella nos enseña a hacernos progresivamente discípulos, nos enseña a ser dóciles al Espíritu como el día de la Encarnación del Verbo, como en el día en que el Amor de Dios se desbordó a los discípulos en el cenáculo de Jerusalén y como lo serían todos los días de su vida.
Detengámonos en el momento en que María se encontraba reunida con los apóstoles en el cenáculo. En el libro de los Hechos de los Apóstoles (1, 14) se nos dice: “todos ellos perseveraban en la oración, con un mismo espíritu en compañía de algunas mujeres , de María, la madre de Jesús y de sus hermanos” . Aquí María es mencionada junto con otras mujeres. Se diría que está allí como una mujer más, no, más aún se agrega la expresión “madre de Jesús” y esto lo cambia todo, la pone a ella en un plano distinto, superior a todos los que allí se reúnen.  Significa que el Espíritu Santo que ha de venir es “el Espíritu de su Hijo” entre ella y el Espíritu Santo hay un vínculo objetivo e indestructible  que es el mismo Jesús que juntos han engendrado. Es como si dijéramos con nuestras propias palabras ella es la que podrá decir a ciencia cierta, sí, el que ha llegado, el que nos ha inundado, si es el Espíritu de mi Hijo; pues ella ya ha sido inundada por este mismo Espíritu el día en que fue engendrado su hijo, el Hijo de Dios, en su vientre.
Pero después de Pentecostés que pasa con María, la madre de Jesús. Ella desaparece en el más profundo silencio. Es como si ella hubiera entrado en clausura. Su vida es ya “una vida escondida con Cristo en Dios” (cf Col 3,3). Con María empieza en la iglesia una nueva vocación, la del alma escondida y orante, junto al alma apostólica o activa; es como si en el plan de Dios, Él nos mostrará en ella que detrás de todo la tarea misionera, apostólica aparecen y no se puede prescindir de las almas orantes que la sostienen. “María es el prototipo de esta iglesia orante”[1]
Lo que se puede decir de la vida de María después de Pentecostés, es que su vida estaba hecha de oración, como era la santísima Virgen por dentro, es un secreto que Dios nuestro Padre se ha reservado para Él solo, tal vez su alma, todo su ser reposaba en un místico silencio, tal vez debería hacer muy suyos aquellas palabras del salmista “mi alma tiene sed de Dios, del Dios Vivo: ¿Cuándo entraré a ver el rostro de Dios?” (Sal 42,3) qué sentiría el corazón, el pensamiento, el alma de esta creyente y madre que había amado y que sigue amando a su Hijo con todas sus fuerzas, este corazón vivía un continúo deseo de Dios, en palabras de san Agustín comentando el salmo 37: “si no quieres dejar de orar, no interrumpas el deseo”.
“La presencia de María en el cenáculo el día de Pentecostés y, después de Pentecostés nos quiere enseñar al menos tres aspectos: primero, que antes de emprender cualquier cosa y de lanzarse por los caminos del mundo, la iglesia necesita recibir el Espíritu Santo; segundo que el modo de prepararse a la venida del Espíritu Santo es sobre todo la oración; tercero, que esta oración debe ser  asidua y unánime”[2]. Todos los que estaban allí fueron llenos del Espíritu Santo, inundados del Amor divino, encendidos en el Fuego que arde y nunca se apaga, revestidos del poder que da las fuerzas para nunca desanimarse y por esto fueron los testigos audaces de la proclamación del Evangelio. Definitivamente no se puede salir a las calles a anunciar la Buena Nueva sino hemos sido revestidos del poder que viene de lo alto.
¿Cómo se prepararon María, aquellas mujeres, los apóstoles y todos los que estaban allí reunidos para la llegada del Espíritu Santo? La respuesta es sencilla, se prepararon orando. El Espíritu Santo no se puede comprar, mucho menos somos seres que lo merezcamos, sólo se le puede implorar mediante la oración. “Si, pues, vosotros, siendo malos , sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, ¡cuánto más el Padre del cielo dará el Espíritu Santo a los que se lo pidan!” (Lc 11, 13).
Quisiera terminar con unas palabras de Monseñor Alfonso Uribe, palabras escritas en su Testamento: “Si queremos amar a María nuestra Madre admirable, nuestra Madre amadísima, necesitamos también llenarnos del Espíritu Santo, el Esposo de Nuestra Señora, es el que va despertando sentimientos filiales a través de su don de piedad, pero sentimientos que aparecen después con mayor fuerza cuando se trata del Padre Celestial. Este Espíritu Santo se une a nuestro espíritu para proclamar esa paternidad divina, para gritar el "Abba" de los hijos que van descubriendo la maravilla del amor del Padre. La misión del Espíritu Santo es unir personas y Él termina uniéndonos especialmente con el Padre con quien estaremos para siempre por bondad suya en la eternidad”.
Sí, miremos a nuestra madre, miremos a la mujer de Pentecostés, a la mujer orante, a la mujer del silencio, a la “madre de Jesús” y junto con ella digamos hoy y todos los días de 


[1] CANTALAMESSA RANIERO, María espejo de la iglesia; p.179
[2] Id.,185