sábado, 11 de julio de 2015

                                              
¡CUÁNTAS OPORTUNIDADES PERDIDAS!
Por: Mons Rómulo Emiliani


Hay un llanto sordo en el alma que se activa cuando uno recuerda la cantidad de oportunidades que se esfumaron por no captar la riqueza de un “presente” que vino de lo alto.  Era  el escalón que había que subir para conseguir aquello que habíamos anhelado. Estábamos distraídos o no valoramos el hecho, el trampolín que nos hubiera lanzado a una mayor superación en cualquier campo de la vida. Después exclamamos: “Si yo hubiera sabido; si hubiera aprovechado el momento; si lo hubiera pensado mejor”. 
 Esto nos pasa por no  estar viviendo “el presente”, por no estar alertas y no tener conciencia de que la vida aparece luminosa en ocasiones como el sol cuando viene entre las nubes y luego vuelve a ocultarse.   Cuántos momentos plenos perdidos, abrazos que quedaron en el aire congelados, relaciones rotas, contactos con la divinidad difuminados, decisiones que no se dieron y nos dejaron inmóviles en el andén “sin tomar el tren de las oportunidades” y así nos quedamos inmóviles mientras la historia siguió su marcha.  Hay una historia de vacíos en nuestra vida que no se podrán llenar jamás por no aprovechar las oportunidades.

Un “no” dicho a tiempo que nunca se pronunció y nos involucró en acciones que deterioraron nuestra integridad como personas; el “sí “que jamás se dijo con valentía y que por obedecer al dantesco miedo al compromiso nos dejó mediocremente camuflados en el anonimato; la acción que nunca se realizó dejando un proyecto a medio hacer y por lo tanto no cumplido; el tiempo no aprovechado para terminar una carrera o santificarnos siendo solidarios; la historia nuestra algunas veces da vergüenza, por estar fundamentada en el gravísimo pecado de omisión que deja una fea mancha gris, como un brochazo indefinido que apaga el brillo de los otros colores y nos hace simplemente seres opacos.  De hecho el Señor nos creó para que fuéramos como estrellas que destellaran luz en el firmamento, y no como simples meteoritos que pasan sin dejar estela alguna luminosa. 
Somos seres que  esconden en un montón de fracasos humanos la causa que no revelamos: una dejadez rayana en la negligencia, un descuido supino, un “no me importa”,  una administración personal pésima.  Si fuéramos sinceros diríamos: “no hice el esfuerzo necesario”; “no me importó realmente el crecer”; “nunca tomé en serio mi desarrollo personal”; “me descuidé totalmente en el cultivo de mis metas”.  Pero como lo más fácil es imputar de culpas por nuestros fracasos a  otros, a la vida y a cualquier causa que se nos ocurra, salimos libres en un juicio amañado, con una falsa inocencia que tapa nuestra  grave responsabilidad personal.
Esto no debe seguir así.  Somos responsables de nuestros actos y de nuestra vida. Cada día se presenta “una micro vida” con algunas puertas que se pueden abrir mientras se cierran otras, donde cada hora  y minuto cuenta y las iluminaciones, inspiraciones y acciones adecuadas pueden ser la clave de un “salto hacia arriba”, de un algo nuevo que puede darle más calidad a la existencia.
Por lo tanto valore su vida, sus días, horas y minutos. Vea que Dios da muchísimas oportunidades de crecimiento y que aunque muchas veces las cosas llegan no como las queremos, muchas oportunidades vienen envueltas en dificultades y problemas.  Sáquele provecho a cualquier circunstancia, por mala que aparezca.  Sepa que Dios permite las cosas para bien de quienes él ama. Hay  gente que supo aprovechar una enfermedad que la mandó mucho tiempo a una cama para estudiar y sacar una  carrera a distancia. O al perder el empleo buscaron otra manera más efectiva de ingresar recursos desarrollando habilidades en un trabajo independiente.
Hoy le quiero decir que no podemos evitar el sentir dolor por el tiempo perdido y las oportunidades no aprovechadas, pero ya no vale la pena “llorar por la leche derramada”, porque no podemos recogerla. Por eso dígase: “A partir de hoy, por el resto de mi vida, estaré pendiente y consciente de toda oportunidad que se me presente, para sacarle toda la riqueza inherente a la misma, sea espiritual, humana, profesional, de salud, de conocimiento, de paz y de amor”.  Repítase: “Yo nací para triunfar, para dar lo mejor de sí, para crecer sin límites mientras tenga vida y así ser alabanza de la gloria del Señor”.  Lógicamente el triunfo auténtico no consiste en tener dinero,  poder y fama, sino realizarse plenamente en la vida en la ubicación histórica que le tocó desarrollando todas sus habilidades y carismas que le dio el Señor.  Triunfo es ser dueño de uno mismo y servir a una causa mayor que uno y es entregarse al Señor totalmente con quien somos invencibles.